Una ventana luminosa se abre en la primera página como para invitarnos a mirar el mar turbulento y brumoso que se adivina más allá, esa ventana cargada de luz dice unas palabras de Marcel Proust que define lo que luego iremos encontrando: “Poseer el mundo en forma de imágenes es, precisamente, volver a vivir la irrealidad y la lejanía de lo real…”
Aquí, en esta novela, el autor procura transformar el mundo real, en un mundo poblado de imágenes, a fin de que la fantasmagoría de esas imágenes, una vez impresas, una vez conseguidas, vayan ingresando en la irrealidad, en ese espacio misterioso de la memoria, donde quizá la realidad ya no nos duele, o nos duele menos, y la literatura entonces obra como el suero en el intoxicado y nos va devolviendo a nuestra esencia, a nuestra legítima y persistente filosofía de vida.
La metáfora del fotógrafo que se nutre de una realidad perversa, nos presenta un mundo real, asquerosamente real, en el que nos movemos y nos conmovemos al mirar cómo, poco a poco, en un lento y sostenido proceso de desfiguración, la sociedad ecuatoriana va recorriendo el laberinto de la corrupción, de la politiquería, del engaño, de la perversidad institucional, de la supresión de valores, de la denigración de las ideologías, un mundo y una época que va siendo devorada poco a poco por un fantasma que ya no es el que nos iluminó el siglo pasado, el fantasma de la mediocridad, de la codicia, de la ambición. El engaño en las relaciones sociales, en las relaciones de familia, el engaño en el trabajo, en el estudio, en el lugar en que vives, en los afectos, el engaño en la vida cotidiana, y allí el fotógrafo como parte de ese angustioso aniquilamiento social, tomando la fotografía del persistente derrumbamiento de las ganas de vivir.
Así narra, desolado, el fotógrafo, en una de sus páginas. Escuchémosle: “Después de retratar a los trabajadores, entré en el dormitorio porque estaba cansado, muy cansado; sin embargo, gradualmente, empecé a mirar el escritorio con inexplicable molestia y abrí el primer cajón, que contenía diferentes recibos, notas, papeles, hasta que encontré uno en el que constaba el valor de una deuda: un cheque sin fondos, girado por un constructor que mediante engaños, estafaba a la gente desde hacía mucho tiempo. Cobraba enormes sumas de dinero a los interesados en adquirir viviendas, cuyos proyectos tenía en planos y que nunca llegaba a concluir. Cuando los futuros condóminos reclamaban por la obra inconclusa, el estafador manifestaba que pronto tendría el dinero necesario que provenía de recursos en el exterior, de amigos en el extranjero, de inversionistas acaudalados, para continuar el trabajo prometido. Así ganaba tiempo y evitaba las protestas, era un artista del engaño, se presentaba como si fuera un honorable profesional, se arrogaba títulos que nunca había obtenido e incluso fingía ser un hombre caritativo que donaba recursos a la iglesia y a los menesterosos. Al final, el derrumbe de sus engaños era inminente, dejaba a la gente en la miseria y él vivía de los beneficios provenientes de otras propiedades que estaban a nombre de diferentes testaferros”.
Si, realmente una fotografía que se nos hace muy conocida, casi cotidiana, de los miles y miles de estafadores de la vida, que ahora pueblan por los bancos, los juzgados, las cortes, los tribunales, las entidades controladoras públicas, las fuerzas armadas, las asambleas, los hospitales, las cárceles, las academias, las universidades, los condominios y hasta las familias. Y bailando como títeres de una danza macabra los personajes infaltables, el abogado, el juez, el asesor, el director, el periodista, la modelo, el tiranuelo, el opositor, las amigas, el testigo falso.
Quizá también en esta novela el autor da su toque de alarma al repasar los síntomas (gran médico él) de una enfermedad terminal que ya se lo ha sentido en otros países empujados a la ilegalidad, una sociedad cada vez más desalentada y escéptica frente a la ley o a la justicia oficial. Ya lo decía un escritor colombiano, gran amigo nuestro, William Ospina: “Para comprender el clima de la ilegalidad, y el fenómeno más vasto y más grave de cómo todo un mundo se hunde en la desconfianza de las normas y en la cultura de la transgresión, hay que entender el modo como una dirigencia irresponsable olvidó educar a la sociedad con el ejemplo, permitió que la ley perdiera su majestad a los ojos de los ciudadanos, y cómo el Estado mismo, que es el que tiene la atribución de velar por el cumplimiento de la ley y sancionar a quienes las transgreden, se convirtió en una mole de irresponsabilidad, hecha más para entorpecer que para facilitar la vida ciudadana, una red de compadrazgos y de trampas cuya principal finalidad no es engrandecer a la sociedad sino impedir en su seno toda transformación.”
Por ello, tal vez condolido por nuestra suerte de lectores, Rubén Darío, el autor de estas dolorosas intrigas, de estas tenebrosas supercherías, nos entrega a la par, quizá como remedio temporal, quizá como esperanza, un bello colagge donde va apareciendo nítido, fresco, subyugante, el amor. Alina, la bella mujer, retratada con palabras precisas, sencillas, palabras de sabiduría concentrada, deambula en el libro con sus angustias y sus resquemores, con su sensualidad y sus miedos, con su fragilidad y sus culpas, dispuesta finalmente a encontrar junto a él el reposo del guerrero, el descanso de esa inquietud acumulada que es como un animal, un roedor que se ha escondido en la infinitud de la piel, y que espera una mínima caricia, una llamada, quizá un beso, algo que le quite el temblor, el susto, de vivir un día más, acorralada al hecho cotidiano de nuestro país .
Una novela corta de llamadas intensas, guiños al lector, como el cuadro de Durero, Melancolía, el destino inexorable, la alquimia escondida, el cuadrado mágico, lo imperturbable del destino, el tatuaje en su piel, el número 34, el descubrimiento del número 0 tembloroso y solitario, y luego las fotografías de la ciudad, de esa ciudad maría campanario de otros tiempos, sus barrios culebras inquietas, sus casas donde se acumula el tiempo y el polvo, sus nuevas, abyectas edificaciones tenebrosas, sus reliquias que yacen en el fondo de las pilas de piedra desgastada, y también Londres, El Támesis llenando de nostalgia sus recuerdos, senderos de su memoria caminando por Marney Road o por el parque de Saint James, una hija, un matrimonio perdido, un narrador omnisciente que se multiplica y vive diversas vidas, instantes congelados, como un álbum de fotografías en el que miras la sonrisa del abuelo, pero también hueles el perfume de los geranios donde paseaba su tristeza. Diversos tiempos manejados simultáneamente, como con urgencia, como para totalizar un mundo que estalla. Eso es quizá el secreto de una novela, su magia permite que estalle el tiempo, el ayer y el hoy y quizá el mañana con una simultaneidad incontrolable y fatal.
Ya nos aconsejaba a los escribidores de antaño aquel Fray Julián de Terra Nostra quien, en palabras de Carlos Fuentes, decía: “Deberían aliarse en tu libro, lo real y lo virtual, lo que fue con lo que pudo ser, y lo que es con lo que puede ser. ¿Por qué habías de contarnos sólo lo que ya sabemos, sino revelarnos lo que aún ignoramos?, ¿por qué habías de describirnos sólo este tiempo y este espacio, sino todos los tiempos y espacios invisibles que los nuestros contienen? ¿por qué, en suma, habías de contentarte con el penoso goteo de lo sucesivo, cuando tu pluma te ofrece la plenitud de lo simultaneo?
Si, un mundo sucesivo, que nadie sabe en qué parará. A no ser en la muerte, que en esta novela, es la única secuencia que el fotógrafo no tuvo tiempo de capturarla, porque fue una muerte intempestiva y liviana como una cuchillada.
Antes de terminar pienso que hay otra cosa que me ha estremecido y ha puesto una gota de agua en este desierto, (Borges decía que el laberinto más perfecto es el desierto). Esta novela la escribió Rubén en Toronto-Canadá, lejos de aquí, y al final narra los hechos acontecidos en los días de las marchas de protesta de los trabajadores y el movimiento indígena en el histórico levantamiento de octubre de 1990, allí en esas calles contestatarias muere el fotógrafo junto a unos estudiantes, retratando la infamia, mientras Alina, en otra parte de la ciudad corre las cortinas para ver la claridad del día.
Yo por mi parte, y solamente para alimentar las embrujadas simetrías de la literatura, escribía en marzo del 2020, un texto que empezaba con el relato de la rebelión de octubre del 2019, veinte y nueve años después.
Quizá, esperanzadora coincidencia, con un principio y un final de lucha, que dibuje una nueva y fraterna sensibilidad entre los seres humanos.
Por algo esta novela del hombre de la cámara que presentamos este día, termina con estas palabras: “…paulatinamente, en medio de la rutina cotidiana, sintió remansos de paz y sosiego y sintió además que la muerte es otra clase de vida, siempre eterna, que permanece viva en el recuerdo…”
Raúl Pérez Torres