
El espacio es lienzo donde el deseo, la muerte, la fiesta, el desamor y las contradicciones humanas van dibujando paraísos, los cuales, contrario a la creencia propiciada por el mito en el imaginario popular, también están habitados de deformidades, de entes atormentados por vacíos que no siempre se pueden llenar. Los espacios, que van encajando en nuestra vida son el rompecabezas que nos da forma. En el caso de Luis Medina Enríquez, la primera pieza se acuña en Amaguaña donde aprende el misterio de la luz, toca la tierra por primera vez con sus manos y donde el vértigo de nuestra brevedad humana es más lento, por lo que es más fácil asombrarse y entender la magia cotidiana de los entornos.
Niño y libre voló con su familia a Alangasí, en esta heredad de quindes suspendidos en el cielo se constituyó como ser humano y como artista al que le vienen los descubrimientos desde la necesidad constante de crear, ser y trascender. Es el arte ese motor invisible e incansable que motiva su transmutación, en el que asumió tomar un camino que ha sido pleno, en el que no ha tenido que renunciar a sí mismo y que le ha permitido crecer en el verse, entenderse ante sí y ante los otros. Son estos espacios, sus habitantes y paisajes los que marcan la obra de Medina Enríquez, que con esta muestra conmemora 31 años de vida artística.

Su trabajo se teje en una narrativa dual, donde el surrealismo se conjuga en la fiesta popular, sus personajes y la cosmovisión andina; donde el pensamiento en espiral marca la construcción discursiva de la creación plástica. Los trazos del pincel recogen la eterna e íntima lucha del ser. A ratos los tonos fuertes dejan ver el triunfo del espíritu sobre la materia y la luz invade el lienzo con tal fuerza que uno puede sentir un deslumbramiento; y, a ratos la oscuridad zapatea como los diablos en Alangasí en semana santa y se va tomando los umbrales de la obra. En ese juego surgen personajes, que pueden caminar la luz y la sombra sin desvanecerse, como aquel caballero de terno y sombrero de fieltro, que se pasea de forma constante entre los cuadros, de la espalda le salen dos alas que amenazan con volar, que vuelan, que acompañan la música nunca ausente de los rituales sagrados y profanos de nuestro pueblo. Los relojes circulares, representaciones del universo, van saltado de lienzo en lienzo, de realidad en realidad, se adentran en la mirada y nos cuestionan sobre nuestro tiempo, que siempre será menos.
El artista recrea atmósferas de niñez que se niegan a desaparecer, se quedan, crujen, desde la mirada de un creador que es parte de ese paraíso, donde leviatanes se toman el templo sagrado en el ocaso del sol y escapan de él en domingo de gloria.
